Si algo han dejado claro los últimos 25 años de la historia nacional es que los venezolanos estamos de hechos de hierro. Desde el primer instante de nuestra formación como pueblo hemos luchado enérgica y encarnizadamente, y en eso se ha consumido nuestra vida nacional: lucha, resistencia y heroÃsmo. Dicha lucha perenne nos ha moldeado con una dureza que sólo se explica con los sacrificios de nuestros antepasados.
La dureza del venezolano de hoy dÃa, que ha pasado hambre, miseria, oscuridad, necesidad, enfermedad, muerte y mil penurias dignas de las plagas que cayeron sobre Egipto, solo se explica mediante el recuerdo del hambre y la desesperanza que sintieron los primeros Conquistadores al adentrarse a una región primitiva y desconocida.
Solo se puede dar razón y lógica a los caminantes de fronteras cuando se recuerdan a los primeros exploradores de apellidos castellanos, vascos, catalanes y andaluces que recorrÃan nuestras costas y nuestros valles en búsqueda de riquezas y de una nueva tierra para ellos.
No se puede explicar de otra forma la resistencia de la juventud de las protestas, nuestros «guarimberos» convertidos en mártires, sino es por medio de la emulación imaginaria del indio que con pobres arcos y flechas se enfrentaba contra el arcabuz y el caballo del conquistador y que, a pesar de saberse derrotado, defendÃa impasible su terruño.
El espÃritu altivo, «arrecho», insurrecto de nuestra gente puede confundirse con los ánimos presentes en las primeras revueltas de los tristes esclavos negros que, hartos de la servidumbre a la que habÃan sido reducidos, más de una vez se alzaron de forma violenta.
La pasión, esa pasión venezolana tan representativa, elemento tan presente en todas nuestras luchas... ¿existe otra forma de explicarla que no sea mediante la tenacidad del español, la resistencia del indio y la insurrección del negro?
Lo mismo en la hazaña de la Conquista, que dio pasó al largo proceso de formación de nuestra nacionalidad, lo vemos en la gloria más pura de nuestro pueblo: la guerra de Independencia.
Fuimos ese pueblo ilustrado, el primero del nuevo mundo, el portavoz de la nueva América que proclamó su independencia. Y sÃ, somos ese mismo pueblo de luchas fratricidas, de carácter caÃnezco, de tradición guerrera, que atentó contra sà mismo.
SÃ, somos ese pueblo que acabó 300 años de «cultura, ilustración e industria» —en palabras del Libertador— y que le tocó reinventarse asà mismo sobre las ruinas de un pasado que habÃa dejado de existir.
Fuimos esos Generales de la Independencia, esos soldados anónimos que murieron al servicio de la república y somos esos jóvenes que cometemos la empresa quijotesca de luchar contra un enemigo mil veces más grandes que nosotros. Las madres que entregaron sus hijos a la causa patriota son las mismas madres que aceptaron que su hijo fuese a protestar por un futuro mejor, a sabiendas ambas, que esa podrÃa ser la última vez que podrÃan ver luz en los ojos de sus hijos.
Nuestros padres, aquellos sufridos señores, son aquellos que en la independencia, indistintamente de que sus manos se dedicaran a labranzas disÃmiles, acataron el llamado del caudillo que los enroló a su bando como soldados accidentales.
Y sÃ, desgraciadamente somos ese pueblo del cual han salido esos hijos traidores que atentan contra la patria. Somos ese mismo pueblo de demagogos, oportunistas, cortoplacistas, que han sepultado los esfuerzos de las inteligencias más vivas del paÃs.
Pero también somos ese pueblo de hombres preclaros, de hombres que han visto más allá de su condición humana, hombres que en horas de discernimiento han adelantado siglos de existencia, hombres que en la precariedad y en la miseria más absoluta, piensan en las utopÃas más bellas que es capaz de crear la inteligencia venezolana. Somos ese pueblo que a lo largo de su aventura en la tierra, no ha dejado de producir hombres y mujeres de inteligencias y capacidades elevadas.
Opinaba el historiador Gil Fortoul que en el venezolano, al compenetrarse razas y mentalidades de origen distinto, esto mismo lo dotaba de cierta «Universalidad», de la cual, el libertador Simón BolÃvar era el máximo exponente1.
El mismo Libertador, el de carne y hueso, en el ápice de su gloria de la Campaña Admirable, en la cúspide de su apoteosis en Pichincha y Ayacucho, es el mismo del extremo infortunio de la caÃda de las dos república y del desmembramiento de su obra magna. Somos ese mismo BolÃvar que se robustece ante las dificultades, ese mismo que con un puñado de hombres mal armados y desnudos rompió las cadenas de un viejo orden para darnos el bien más inestimable que hoy poseemos: el llamarnos ciudadanos de un paÃs y no colonos, el bien de ser venezolanos2.
Somos ese pueblo, ese ser histórico, que bajo el nombre «Venezuela» —nombre magnÃfico, heroico, glorioso, sangriento, terrible, tormentoso, relampagueante, lleno de vida, que sabe a maÃz, yuca, trigo, sangre, oro y petróleo— lleva 500 años fustigando este suelo con luchas fratricidas, con pasiones de belleza e idealismo extraordinario, con utopÃas y proyectos que, en el plano metafÃsico, han creado esa «Venezuela Posible» que buscamos y seguimos perseguimos por toda la geografÃa nacional.
Somos ese pueblo de cambios que, por primera vez en 25 años, alzó la cabeza, vio su historia reciente, y está decidido a sacudir las cadenas fÃsicas y mentales, que hoy castran nuestro potencial.
José Gil Fortoul, Historia Constitucional de Venezuela, México D.F., 1976, I, pp. 27-28.
Laureano Vallenilla Lanz, Cesarismo Democrático: Estudios sobre las bases sociológicas de la constitución efectiva de Venezuela, Caracas, 1919, p. 1.