El Despertar Positivista
Transcripción y comentarios de un artículo del Dr. Arturo Uslar Pietri
Introducción
El positivismo en Venezuela representó un punto de inflexión en cuanto a la interpretación del hecho histórico venezolano y sus exponentes se preocuparon tanto por la historiografía nacional que terminaron rehaciéndola. Son las conclusiones a las que llegamos leyendo El Despertar Positivista del Dr. Arturo Uslar Pietri, eminencia intelectual de nuestro país.
El positivismo en Venezuela marcó un antes y un después; pero para entenderlo hay que saber primero su historia. ¿Cómo llegó a Venezuela? ¿En qué se basa el positivismo? ¿Quiénes fueron los principales escritores del positivismo y cuáles fueron las obras cúlmenes de cada uno de ellos? Todas estas preguntas son respondidas por Uslar Pietri en el presente artículo. Es una relación brevísima sobre la historia de este movimiento, sus personajes y cómo fue evolucionando el positivismo hasta convertirse en ese parteaguas de nuestra historia.
No obstante, para que el lector se lleve una experiencia más amena, haremos una pequeña introducción al positivismo. Como dijimos en nuestro artículo titulado «¿Idilio?» de José Gil Fortoul y la crítica al clericalismo venezolano, donde hacemos un análisis a la mencionada novela; el positivismo, en Venezuela y en Europa, atendió a la necesidad imperante de interpretar a la sociedad como un organismo vivo sujeto a leyes fijas que se lograrían establecer a partir del escudriñamiento del curso histórico de las naciones para llegar al supremo fin de organizar la sociedad bajo un orden en que la libertad pueda imperar y dar ancha base al desarrollo económico, político y social de los pueblos1.
De ahí el porqué de la Ley de los tres estados de Comte y de las teorías evolucionistas darwinistas; el positivismo, valiéndose del cómo y no del qué, porqué o para qué, apuntó siempre al perfeccionamiento y evolución del ser humano hacia fines y sociedades más altas, civilizadas y avanzadas en todos los campos. Dado que «para el positivismo solo es legítimo y firme un conocimiento que transcriba en fórmulas racionales los datos de la experiencia sensible» y «la realidad no puede ser captada sino a través de los fenómenos y sus relaciones»2 como apunta Francisco Ayala; se puede decir que tiene una base científica, y ésta permite su universal aplicación en todas las ramas del saber, incluida por supuesto la historia, filosofía, política y sociología. Es por esta razón fundamental que lo positivistas se preguntaron, en primer lugar ¿Cómo había Venezuela llegado al punto en el que estaba? y en segundo lugar ¿Cómo podría lograrse una Venezuela desarrollada política, social y económicamente hablando?
El resto es historia. Pero para entender esa historia, Arturo Uslar Pietri nos presenta el surgimiento del positivismo como un despertar; como si Venezuela hubiese despertado de un largo sueño y venía por primera vez un puñado de jóvenes a entonar ideas nuevas en un país atorado en años de luchas fratricidas; y que, ya cuando muere Pedro Manuel Arcaya en 1958, el último positivista, se terminó una época para Venezuela. Una época de luces, de aprendizaje y de los más puros y bellos trabajos historiográficos que hoy día se siguen utilizando.
Venezuela debe tanto al positivismo y la transcripción de este artículo es un grano de arena para la toma de conciencia colectiva que debe tomar prominencia estos años. Ya sin nada más que comentar, demos inicio a la lectura del artículo.
El Despertar positivista
«Hacia los años de 1862 ó 63 nos reunimos en el Colegio que regentaba el señor Doctor Jerónimo E. Blanco, y a excitación de éste, varios hombres de letras, con el fin de fundar una sociedad científico-literaria; recordamos ahora entre los concurrentes a dicha reunión, además del Doctor Blanco, a los Doctores Manuel Porras, Agustín Aveledo, Angel Ribas Baldwin, Adolfo Ernst, Arístides Rojas, Manuel Vicente Díaz, Teófilo Rodríguez y algunos más. La Sociedad se dividió en secciones según los distintos ramos del saber humano; aquello era como un embrión del Instituto de Francia. Una de las secciones, la de ciencias físicas y naturales, fué la única que tuvo larga vida y dió frutos de provecho en lo sucesivo, después de haberse transformado en la Sociedad de Ciencias Físicas y Naturales de Caracas. Su Presidente por muchos años, el Doctor Adolfo Ernst, alemán de nacimiento y venezolano por el corazón y por su muy estimable familia, ha sido uno de los hombres que han hecho más en esta tierra por el adelanto de la historia natural».
Lo que el Doctor Rafael Villavicencio recordaba con estas palabras, en 1895 (Primer Libro Venezolano de Literatura, Ciencias y Bellas Artes. Caracas, 1895. Pág. CCXXXI) no era otra cosa que la introducción de las primeras semillas del positivismo y el evolucionismo en el seno de la vida cultural venezolana, que vino a constituir el hecho dominante en el pensamiento del país desde fines del siglo XIX hasta la Primera Guerra Mundial.
Al través de las cátedras de Historia de Villavicencio y de Historia Natural de Ernst, en la Universidad de Caracas, un puñado de jóvenes ávidos recibieron la revelación de un saber de los hechos, que atrevidamente proscribía la Metafísica y la Teología, y una explicación del hombre y de la vida, como fenómenos de una evolución sin término. Los nombres de los nuevos héroes intelectuales eran Augusto Comte, Darwin, y, más tarde, Herbert Spencer, Haeckel e Hipólito Taine.
El Positivismo de Comte, que había tenido sus inmediatos antecesores en el sensualismo inglés y en las concepciones filosófico-sociales de Saint Simón, apareció como una reacción contra el idealismo del siglo XVIII y contra el romanticismo. Era una tentativa de limitar la esfera del saber a los hechos y a las relaciones entre los hechos, negando la posibilidad de ningún conocimiento que se apartara de ese campo. No querían nada con el qué y el porqué de la Metafísica, ni con el para qué de la Teología, sino que se encerraban tenazmente en el cómo de los fenómenos perceptibles por los sentidos.
Semejante idolatría de la ciencia experimental, traía como consecuencia una concepción de la historia y de la sociedad. La historia nos daba el testimonio de cómo la mente humana había pasado por tres estados sucesivos: el teológico, el metafísico y el científico, que, en rigor, comenzaba con la era positiva. La sociedad humana venía a convertirse en un nuevo campo de los hechos científicos y de la experimentación, dando lugar al nacimiento de una nueva ciencia: la sociología.
En esa nueva sociedad donde nadie podía creer ni en los derechos divinos ni en los naturales, no podían quedar sino ciertos derechos relativos que la misma sociedad confería al individuo para alcanzar mejor sus fines. Era una concepción política anti-democrática y autoritaria, que confiaba el gobierno de la sociedad a la ciencia y, en su representación, a una especie de aristocracia intelectual. También la religión tradicional debía desaparecer para ser substituída por un culto positivista de la Humanidad y de sus grandes servidores. La gran divisa positivista vino a ser: orden y progreso.
No fué un positivismo comtiano puro el que vino a Venezuela, sino una híbrida mezcla de influencias, como también fué el caso en toda Hispano América, y aquí, como en otros países, hizo su estrecha alianza con el darwinismo, el ateísmo, el anti-clericalismo, y el realismo y el naturalismo literarios.
Había una necesidad de reacción contra la historiografía romántica, contra la idealización simplista de las instituciones políticas y una verdadera hambre de explicación del duro proceso histórico que el país venía padeciendo desde la independencia. El positivismo no sólo parecía ofrecer una satisfactoria explicación de ese pasado, sino, además, una fórmula científica para cambiar y mejorar el presente.
Es cierto que no habían faltado asomos anteriores de explicar los sucesos por la influencia de los hechos geográficos y sociales. Bolívar lo había hecho en el Discurso de Angostura: Simón Rodríguez, imbuido en Saint Simon, lo había intentado en sus Sociedades Americanas en 1828; Fermín Toro había tratado de explicar la influencia de los hechos económicos en sus Reflexiones sobre la Ley de 10 de abril de 1835; Juan Vicente González había atisbado la influencia del medio en el fenómeno caudillista en su Bibliografia de José Félix Ribas; y en no pocos de los escritos de Cecilio Acosta aparece un eco de las mismas ideas: pero la concepción positivista sistemática como doctrina, como credo y como bandera de luchas reformistas, no surge entre nosotros sino como efecto de las enseñanzas de Villavicencio y de Ernst.
Los jóvenes estudiantes que siguen aquellos cursos en la Universidad, fundan en 1882 la «Sociedad de Amigos del Saber». José Gil Fortoul, que fué uno de ellos, escribía años más tarde recordándolo: «Allí fué la cuna de la nueva Venezuela intelectual, porque de allí arranca el más notable movimiento revolucionario en las ciencias, en la filosofía y en las letras. Empiezan a darse a conocer Lisandro Alvarado, Luis López Méndez, Daniel Mac Carthy (muerto en el alba de su talento), César Zumeta, José Gil Fortoul, etc.»3.
Con ingenua arrogancia estos jóvenes intelectuales se hacen divulgadores y defensores de las nuevas ideas en la prensa. No tardan en encenderse sonadas polémicas con los intelectuales de las generaciones anteriores. Son años en los que el país, que ya parece haber convalecido de los males de la Guerra Federal, se apresta a sacudir la tiranía ilustrada de Guzmán-Blanco.
El positivismo, que en no pocos países americanos se había convertido en el natural aliado de las dictaduras progresistas, como lo hizo el grupo de los «Científicos» con el régimen de Don Porfirio Díaz en México, tuvo en Venezuela, por lo menos en su primera y más exaltada forma, un carácter liberal y democrático.
Había en el ambiente un deseo de reforma, de reacción y de cambio, que se extendía a todos los aspectos de la vida nacional y el positivismo ofrecía la mejor bandera para esa lucha.
Gonzalo Picón Febres, que no fue precisamente un positivista, lo reconoce así: «Ello es lo cierto que la reacción en contra del clericalismo absorbente, en contra de la filosofía católica, en contra de las preocupaciones sociales en punto a religión, en contra de la enseñanza estrecha de la Universidad, en contra de la crítica literaria circunscrita solamente a señalar las faltas gramaticales en la forma, en contra de la política entendida como oficio lucrativo y no como la ciencia del progreso social, en contra, en fin, de la rutina en tratándose de procedimientos literarios manoseados hasta la saciedad, se sentía en todas partes: en los bancos universitarios, en las curules del Congreso, en la tribuna académica, en el periodismo consagrado a la lucha contra la política personalista y en los seminarios de literatura y ciencia»4.
Ese ansia de reforma llegó en ocasiones a revestir el aspecto de una gozosa farsa colectiva, en que los intelectuales y el pueblo se unían para hacer befa «de las reputaciones consagradas por la pública ignorancia» y de la adulación política, como fué el caso memorable de la coronación de Delpino5, un ingenuo poeta chirle que vino a personificar, sin darse cuenta, el caso de los que todo creían merecerlo sin valer nada.
Los periódicos La Opinión Nacional de Caracas y El Fonógrafo de Maracaibo acogen en sus columnas las atrevidas afirmaciones de los jóvenes. La lucha cubre parejamente tres frentes: el de las doctrinas sociales y políticas; el de las ciencias naturales y el de la literatura.
Desde 1886 Luis López Méndez (1861-1891) había comenzado a publicar cartas y artículos, en Maracaibo, en los que, en un lenguaje preciso y elegante y con extraordinaria madurez para su edad, sostenía los principios más estrictos de la causalidad positivista y entraba en polémica con las ideas de los prohombres del pasado. Escribe un largo y agresivo comentario al discurso con que el Doctor Eduardo Calcaño recibe en la Academia Venezolana al Obispo de Guayana. Es una excelente ocasión para plantear la querella de las generaciones, la querella de los que aspiran «a cambiar la faz de un pueblos» por medio de la propagación de la «ciencia modernas» y contra los que están atados al «culto excesivo del pasado». Revestido de todo el candor de su ciencia nueva, el joven positivista arremete contra la primacía de los valores espirituales que los oradores habían exaltado en la literatura castellana. El cree que se podrá explicarlo todo por la fisiología y reduce el valor de las expresiones de los grandes místicos al de una mera neurosis.
En 1891, poco antes de morir en plena juventud, en Bruselas, adonde había ido de Cónsul, López Méndez recoge sus trabajos en un breve tomo bajo el título de Mosaico de Política y Literatura, que su compañero de ideología José Gil Fortoul explicaba así en el prólogo: «En este libro aparecen con estrechas relaciones la política y la literatura, y ello se explica por las circunstancias mismas en que ha sido escrito. La última década de nuestra historia se caracteriza por la tendencia a una transformación radical en la manera de pensar, escribir y obrar; tendencia contrariada en un sentido por el enervamiento intelectual de los que agotaron sus fuerzas en la imitación de literaturas extranjeras o en el propósito de comprar privilegios políticos con las flores del ingenio, y favorecida, en otro, por los gustos y aspiraciones de la nueva generación, nacida cuando el régimen autocrático entraba en las penumbras de la decadencia y destinada naturalmente a buscar la solución de continuidad entre el pasado, que caía en ruinas, y un porvenir mejor las reacciones eran necesarias lo mismo en la vida política que en la vida filosófica y en la vida literaria. En la primera era preciso salir de un sistema anticuado para entrar con franqueza en el régimen democrático; en la segunda era preciso limpiar de amenazantes nubes teológicas y engañadores celajes metafísicos el cielo de la conciencia; y buscar en la tercera formas adecuadas para la inspiración independiente. Y como todo esto no se ha realizado todavía, la publicación de los estudios del señor López Méndez es, además de acontecimiento literario para los amantes de las cosas bellas, acto de combate en la obra de renovación político-social».
No permitió el destino que López Méndez pasara de aquella alba prometedora de su obra literaria. En la hora generosa de emprender el combate entusiasta se cortó el hilo de su vida, cuando podía creer que formaba parte de una brava legión llamada a transformar el pensamiento y la vida pública de su país. No alcanzó a vivir ni para madurar su talento en realizaciones definitivas, ni para afrontar la prueba de la hora en que, vuelta Venezuela a la férula del caudillismo tradicional, buena parte de los positivistas encontraron en el bagaje de sus explicaciones científicas brillantes razones para aceptarlo y justificarlo como fenómeno necesario de una etapa de la evolución social.
José Gil Fortoul (1862-1943), su compañero y prologuista, alcanzó a realizar una obra más completa y a vivir para ver desvanecerse las esperanzas juveniles y para conocer y aceptar algunas de las reacciones que contra el positivismo trajo el pensamiento del nuevo siglo.
Gil Fortoul, que había tomado parte muy sonada en la etapa de las polémicas juveniles, publicó en 1888 la novela breve Julián, que él mismo calificó más tarde de «mezcla (de) naturalismo sensual y (de) observación psicológica de Stendhal». El hecho es importante porque al positivismo en la ciencia correspondieron en la literatura el realismo documental y la novela naturalista, a la que Zola, uno de sus mayores cultivadores, se permitió calificar, siguiendo el ejemplo del fisiólogo Claude Bernard, de experimental. Cierto es que ya en 1881 podían señalarse huellas de esta influencia en la novela Débora, de Tomás Michelena, pero es sin duda Gil Fortoul el primero que consciente y deliberadamente enarbola la bandera naturalista en la novela venezolana como parte de la reacción positivista.
Convencido, con razón, de que su talento no era de novelista, Gil Fortoul se dedicó preferentemente a la historia y a las ciencias políticas En 1890 publicó su Filosofía Constitucional, que es una compendiosa tentativa de aplicar los métodos positivistas al análisis de la historia venezolana. Por la misma época, con las últimas novedades de la antropología criminal de Lombroso, aparece su Filosofía Penal, y para 1907, el primer tomo de su obra capital: la Historia Constitucional de Venezuela.
Con Gil Fortoul y López Méndez completa la tríada de nuestros primeros positivistas Lisandro Alvarado (1858- 1929). Hombre huraño, estudioso y andariago, que acumuló un inmenso caudal de lecturas y conocimientos en muchas lenguas vivas y muertas. Ganó cierta notoriedad escandalosa en 1895 con la publicación de su ensayo sobre Neurosis de hombres célebres de Venezuela, en el que aplicaba, de manera osada para la época, los conocimientos de la nueva psicología a la explicación de los hechos y la conducta de algunos de nuestros prohombres. Con la veneración que le inspiraban los remotos ancestros del positivismo se dió a traducir el poema filosófico de Lucrecio De la naturaleza de las cosas, y con el deseo de conocer y dar a conocer mejor a Venezuela alternaba las largas in-cursiones a pie por los caminos del interior con la traducción de las descripciones que Humboldt dejó de nuestra fisiografía y nuestra flora. Estudió la etnografia de los primitivos pobladores, el lenguaje popular en dos glosarios y para 1903 (según Gil Fortoul) tenía lista su importante obra Historia de la Revolución Federal en Venezuela que, por falta de posibilidades editoriales, no fué impresa sino dos años más tarde. Don Lisandro vino a ser como el santo laico de nuestro positivismo, Su orgullosa modestia, su integridad, las numerosas leyendas que surgieron de su divagar caminero, su apartamiento de los honores públicos y de los favores políticos, le dieron un extraordinario prestigio moral.
La influencia positivista trajo un despertar del interés por los estudios científicos. En 1896 el Doctor Nicomedes Zuloaga publica sus Códigos, Leyes y Decretos de Venezuela, concordados, en cuyo prólogo y comentarios expone y trata de aplicar a nuestro medio las concepciones jurídicas de la ciencia contemporánea. Elías Toro publica en 1906 su Antropología General y de Venezuela precolombina, y sobre la candente materia de la biología, Guillermo Delgado Palacios edita en 1905 El origen de la vida, y Luis Razetti, médico combativo, apostólico e innovador, ¿Qué es la vida?, en 1907.
Del lado de las letras, entre 1888 y 1900, bajo la influencia del realismo y del positivismo, surge el importante movimiento del criollismo. En 1890 se publica Peonia, que por cerca de cuarenta años va a formar un ciclo dentro de la novela venezolana y a crear un prototipo de técnica narrativa. En 1896, Luis M. Urbaneja Achelpohl comienza a publicar sus cuentos criollistas, que habrán de hacer escuela.
Cuando la reacción, neoidealista contra el positivismo y simbolista contra el realismo, comience a dejar sentir su influencia en Venezuela, el positivismo no desaparece sino que se muestra no pocas veces unido en extraños maridajes con ella. Los admiradores de Rodó y de Guyau y los seguidores de Rimbaud, de Verlaine y de D'Annunzio no repudiarán por entero la herencia positivista. Se cumplirá en ellos también el sino de mestizaje tan característico del espíritu hispanoamericano, y florecerán además junto a los positivistas de la segunda generación.
Puede observarse de manera ejemplar este mestizaje de influencias en el caso de Rufino Blanco-Fombona, que acusa en la literatura la influencia de simbolistas y decadentistas franceses e italianos, lo que de hecho lo señala como uno de los más notables representantes del modernismo en Venezuela, pero que, por otra parte, en sus estudios históricos y críticos se inclina hacia el positivismo, como se ve en sus trabajos sobre Sarmiento y Hostos o en su brillante interpretación del conquistador español del siglo XVI.
Puede decirse que el positivismo determina una época de florecimiento de las ciencias y las letras en Venezuela. Bajo su influencia más o menos pura o directa, entre 1883 y la Primera Guerra Mundial, se rehace la historiografía nacional, se inician investigaciones etnográficas y antropológicas, comienzan los estudios sociológicos, se extiende el criollismo literario y se despierta el interés por las grandes corrientes del pensamiento universal en un grado que recuerda el de las generaciones que a fines del siglo XVIII buscaron ávidamente en las fuentes europeas las ideas de la Ilustración.
El ímpetu creador que, a fines del siglo XIX parece cobrar ese movimiento entre nosotros y que se manifiesta en la publicación de obras importantes, en la edición de revistas y periódicos prestigiosos, como el famoso El Cojo Ilustrado, en la creación de nuevas cátedras universitarias, en el debate público en torno a las ideas y a la política, se tuerce a partir de la dictadura de Cipriano Castro.
Acaso por ello mismo la segunda generación positivista venezolana aparece con un tono más desengañado y pesimista. Ya no parecen creer en la universal ley de progreso de sus antecesores, ni en la posibilidad de una aristocracia de la ciencia. Son hombres que han visto derrumbarse muchos castillos en el aire y desvanecerse muchas esperanzas. Ante sus ojos el país ha regresado a formas políticas personalistas de un primitivismo bárbaro. Con un esfuerzo de objetividad científica se esforzarán en aplicar el instrumental de su positivismo y de su determinismo a la explicación del fenómeno histórico y a buscar en el pasado social las raíces del fenómeno caudillista. De la explicación a la aceptación no hay sino un paso.
En 1904 aparece en Curazao la obra La Evolución Política y Social de Venezuela, de J. L. Andara (1876-1922). que no es sino el primer tomo, sobre la Colonia, de un trabajo que debió alcanzar cuatro tomos, si hubiera sido escrito y publicado en su integridad. En ella se estudia la herencia española e indígena como factores determinantes de la formación de la sociedad venezolana. La larga lista de las obras consultadas con que se inicia el libro y entre cuyos autores figuran Tarde, Max Nordau, Guyot, Buckle, Spencer y Le Bon, sirve para revelar y articular el propósito del escritor de exhibir «las fuerzas predominantes que constituyen la dinámica social».
En 1911, el Doctor Pedro M. Arcaya (1874) publica en Caracas un tomo de Estudios sobre Personajes y Hechos de la Historia Venezolana, que antes habían aparecido en folletos y periódicos, movido, según expresa en el corto prefacio, por la consideración de que ellos están inspirados en ideas distintas de las que hasta ahora han privado en los historiadores nacionales, acerca de los personajes y sucesos de nuestra historia». Es evidente que, todavía a esas alturas, Arcaya sentía la necesidad de afirmar ideas que ya llevaban no menos de un cuarto de siglo de haber comenzado a ser expuestas en el país. Cierto es que él no se propone solamente exponer y divulgar ideas positivistas, sino aplicarlas a un análisis de nuestra historia y de sus hombres que, para aquel momento, se empezaba a escribir, y que, por lo mismo, él dice que «se puede llamar de gestación de la literatura histórica venezolana».
Inicia el primero de los estudios con estas palabras: «Pensamos que ya es tiempo de prescindir, para estudiar la personalidad de Bolívar, del criterio metafísico que ha venido informando de luengos años atrás nuestra literatura histórica y emplear más bien los fecundos métodos positivos, llevados por Spencer al campo de la ciencia social en general y aplicados por Taine en los dominios de la historia»
Desde ese punto de vista estudia igualmente a Páez y a otras figuras del pasado y a las clases sociales de la época colonial, con el afán de hallar, por debajo de las declamaciones de los románticos y del dogmatismo de los moralistas de la historia, el escueto mecanismo de los factores sociales y geográficos, de la herencia y del medio, que han producido el hecho venezolano con todas sus características.
Esta es también la tarea que de un modo más sistemático y ambicioso se propone Laureano Vallenilla Lanz (1870-1936) en su famosa y debatida obra Cesarismo Democrático (1919). Partiendo de una atenuada concepción organicista de la sociedad, y con admiración por los estudios que Oliveira Martins dedicó a la civilización ibérica, Vallenilla se dedica a escudriñar en el pasado colonial y en los primeros años de la república los rasgos esenciales de lo que llama «las bases sociológicas de la constitución efectiva de Venezuela». Con extraordinario conocimiento documental y vivo de nuestra historia, con un pensamiento penetrante y de gran vigor lógico y con un estilo vigoroso y preciso, los diferentes ensayos de la obra tienden a demostrar que las ideologías y los principios políticos invocados desde la época de la Independencia poco o nada tienen que ver con la realidad social del país. Ve en el fenómeno cesarista del caudillismo, tal como se realizó con Páez, la expresión genuina de la mecánica social venezolana, estudia la Independencia como el primer y más significativo capítulo de la larga guerra civil, más social que política, que agita todo nuestro siglo XIX, y encuentra en la igualdad la gran conquista histórica y la base de la evolución futura de Venezuela.
Desde el calificativo de «apologista de la dictadura» hasta el de primer analista objetivo del pasado venezolano, se le han dedicado al autor de esta obra, que nació muy estrechamente vinculada a una situación política demasiado peculiar para poder ser juzgada con imparcialidad. Pero por encima de todo ello, Cesarismo Democrático es sin duda la síntesis y la culminación de lo que el positivismo tenía que decir sobre el hecho venezolano y, en este sentido, es una de las obras básicas de nuestra historiografía.
Considerado en conjunto, el positivismo se presenta como una de las más importantes y fecundas etapas de la historia del pensamiento venezolano. No consistió solamente en una serie de conceptos aprendidos en libros europeos, sino que despertó la curiosidad por el estudio directo de nuestros fenómenos sociales e históricos y provocó así un mejor conocimiento del país y de sus realidades.
De la historia concebida como narración de los grandes hechos o como prédica de altos ejemplos, se pasó definitivamente a la concepción de la historia como ciencia. El conocimiento de Venezuela en su historia, en su geografía, en su etnografía, en su lenguaje, en su psicología colectiva, en su estructura social, vino a convertirse en la preocupación fundamental de los intelectuales. Al orador y al poeta de épocas anteriores vino a sustituirle el sociólogo. Ya no se escribían disertaciones, sino que se pretendía realizar estudios.
Con todos sus excesos, con todas sus ingenuidades, el positivismo fué un despertar de la conciencia venezolana hacia lo nacional y lo científico, y en él tienen su origen nuestra sociología y nuestra novela; dos hermanas distintas que bastan para dar imperecedera honra a su madre6.
—Arturo Uslar Pietri.

Véase Arturo Sosa, «El pensamiento político positivista y el gomecismo», en Los pensadores positivistas y el gomecismo, 3 vols., Caracas, 1983, I, pp. XVIII-XIX.
Francisco Ayala, Tratado de Sociología, Madrid, 1959, pp 49-50
Nota de Arturo Uslar Pietri: J. Gil Fortoul, páginas de ayer.
Nota de Arturo Uslar Pietri: G. Picón Febres, La literatura venezolana en el siglo XIX.
Nora de Arturo Uslar Pietri: El 14 de marzo de 1886.
El artículo fue sacado de la obra de Uslar titulada Hombres y Letras de Venezuela, Madrid, 1958, pp 232-244.
Holi.